En lo que va de este nuevo siglo,
el peligro de las consecuencias de una pérdida generalizada de comprensión
por parte de la humanidad se hace cada día más evidente.
El hombre, como nunca antes,
tiene hoy una urgente necesidad de significado, pero esta necesidad de
significado no puede satisfacerse con nuevas máquinas, con nuevas conquistas
del mundo fenoménico o con nuevos ordenamientos sociales.
Los últimos descubrimientos de la
ciencia y las más recientes innovaciones de la tecnología, muestran que lejos
de solucionar los problemas del hombre, no han hecho otra cosa más que
aumentarlos.
Su creciente dependencia de las
máquinas que ha inventado lo ha convertido en esclavo de estas mismas máquinas.
Se ha deshumanizado a sí mismo y deshumanizado sus relaciones con sus
semejantes.
En lo que concierne al terreno de
las ideas, la ciencia tampoco ha mejorado las cosas.
Las conclusiones derivadas de sus
observaciones respecto al origen del universo según las cuales vivimos en un
conglomerado de mundos originados a partir de la nada y en marcha constante
hacia una inexorable extinción, no pueden conducir más que a una perspectiva
desalentadora y ciertamente trágica de las cosas.
En cuanto al origen del hombre,
las conclusiones no son menos deprimentes.
Partiendo de formas animales
inferiores, sean monos, renacuajos o amebas, la ciencia arrastra el origen del
hombre hacia las profundidades del mundo de las células y de los genes y no
contenta con esto, lo lleva aún más lejos, introduciéndolo en el microcosmos
de las partículas elementales de la materia, minimizándolo, reduciéndolo
cada vez más, hasta lograr que del hombre mismo no quede absolutamente nada.
No obstante estas
consideraciones, el hombre continúa asido a la ilusión de que en algún
venturoso futuro, esa ciencia y esa tecnología en la que deposita todas sus
esperanzas, logrará finalmente conferirle a su vida un sentido racional y
coherente que disipe para siempre las sombras de dudas existenciales, lo
proteja de cualquier nefasto acontecimiento y asimismo, lo rescate de la
barbarie de su vida presente.
Pero es un hecho que ninguna
ciencia del mundo externo, ninguna maravilla tecnológica, logrará jamás
librarlo de su impotencia, su orfandad, su sufrimiento y su desdicha.
Sin un significado superior de sí
mismo, sin verdades eternas que alimenten su ser interior para que crezca y se
desarrolle en la dirección correcta, el hombre está condenado a sucumbir
emocionalmente y autodestruirse en guerras o por el manejo desaprensivo de las
fuerzas de la naturaleza visible.
Por todo esto y por
contradictorio que parezca, puede decirse que no hay ser más miserable que el
hombre bajo el sol y sin embargo, al mismo tiempo, por su origen, no hay otro
que esté más cercano a Dios.
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